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- Realiza una comparativa entre la situación que se produce al comienzo y la que aparece al final de la historia.
- ¿Qué medidas higiénico sanitarias se toman?
- Haz un pequeño resumen de la evolución del aseo durante la historia.
- Busca cinco conceptos que no entiendas en el texto y busca su significado.
Texto:
El escritor Sandor Marai, nacido
en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de
memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia
de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se
volvían blandos”.
Por
entonces, la bañera era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para
guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San
Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban
cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”.
Esta
mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco. Es más,
si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida, nos
empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú, y tendríamos
que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles.
Del esplendor del Imperio al dominio de los
“marranos”
Curiosamente,
en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la
necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas
colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de
cuyo nombre deriva la palabra higiene.
Esta
costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en
centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades
medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en
las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro
invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se
arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan
limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por
la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia
arriba.
Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma”
en la calle
Pero
para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad Moderna
antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de
alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos
por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En aumentar la
suciedad se encargaban también los
numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y
bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los
carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras
los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos
olores.
La
Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en tiempos de los romanos y de los árabes
estaban más limpias que Paris o Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no
había desagües ni baños. ¿Qué hacían entonces las personas? Habitualmente,
frente a una necesidad imperiosa el individuo se apartaba discretamente a una
esquina. El escritor alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un
hostal en Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le
indicaron tranquilamente que en el patio. La gente utilizaba los callejones
traseros de las casas o cualquier cauce cercano. Nombres de los como el del
francés Merderon revelan su antiguo uso. Los pocos baños que había vertían sus
desechos en fosas o pozos negros, con frecuencia situados junto a los de agua
potable, lo que aumentaba el riesgo de enfermedades.
Los excrementos humanos se vendían como
abono
Todo
se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos
negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes
tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los
huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la
calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran
insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías
principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes
personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy
sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales,
como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas
públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se
encargaba arrastrar los desperdicios.
Tampoco
las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias
Blasco su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era
costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas
inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento
de población en la villa después del esblecimiento de la corte de Fernando V a
inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se
acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con
dificultad por las calles principales.
En
verano, los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en
invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios
convirtiendo las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos los
sumideros que desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los
desechos humanos y animales. Y si las ciudades estaban sucias, las personas no estaban
mucho mejor. La higiene corporal también retrocedió a partir del Renacimiento
debido a una percepción más puritana del cuerpo, que se consideraba tabú, y a
la aparición de enfermedades como la sífilis o la peste, que se propagaban sin
que ningún científico pudiera explicar la causa.
Los
médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los
órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a
través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a
difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades
y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una
toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo. Un texto difundido
en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y
los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color
toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males
de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en
invierno y a la resecación en verano
Un
artefacto de alto riesgo llamado bañera
Según
el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante
estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los
más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas
del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía
por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este
relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en
él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor
sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido… No quise insistir en el baño,
habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el
rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se
trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose
con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
El
dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman comique
una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para
enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del
mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba por
dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban de
ropa interior —si es que la llevaban— una vez al mes.
•
Aires ilustrados para terminar con los malos olores
Tanta
suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores
amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances
científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los
europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y
se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se
aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los
espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió
el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada
con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina,
en aquel momento un gran paso para la humanidad.
En el
siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para
eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que
las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se
organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida
que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste,
cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas
con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con
agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen
infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas
de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose
en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con
tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era
malo para la salud.
Basado
en Revista Muy Interesante
Nro.226- Que Sucio
Éramos Luis Otero-
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